martes, 8 de mayo de 2012

capitulo 1

El reloj...


Aldous Huxley Un mundo feliz
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CAPÍTULO I
Un edificio gris, achaparrado, de sólo treinta y cuatro plantas. Encima de la entrada
principal las palabras: Centro de Incubación y Condicionamiento de la Central de
Londres, y, en un escudo, la divisa del Estado Mundial: Comunidad, Identidad,
Estabilidad.
La enorme sala de la planta baja se hallaba orientada hacia el Norte. Fría a pesar del
verano que reinaba en el exterior y del calor tropical de la sala, una luz cruda y pálida
brillaba a través de las ventanas buscando ávidamente alguna figura yacente
amortajada, alguna pálida forma de académica carne de gallina, sin encontrar más que
el cristal, el níquel y la brillante porcelana de un laboratorio. La invernada respondía a
la invernada. Las batas de los trabajadores eran blancas, y éstos llevaban las manos
embutidas en guantes de goma de un color pálido, como de cadáver. La luz era helada,
muerta, fantasmal. Sólo de los amarillos tambores de los microscopios lograba arrancar
cierta calidad de vida, deslizándose a lo largo de los tubos y formando una dilatada
procesión de trazos luminosos que seguían la larga perspectiva de las mesas de trabajo.
—Y ésta —dijo el director, abriendo la puerta— es la Sala de Fecundación.
Inclinados sobre sus instrumentos, trescientos Fecundadores se hallaban
entregados a su trabajo, cuando el director de Incubación y Condicionamiento entró en
la sala, sumidos en un absoluto silencio, sólo interrumpido por el distraído canturreo o
silboteo solitario de quien se halla concentrado y abstraído en su labor. Un grupo de
estudiantes recién ingresados, muy jóvenes, rubicundos e imberbes, seguía con
excitación, casi abyectamente, al director, pisándole los talones. Cada uno de ellos
llevaba un bloc de notas en el cual, cada vez que el gran hombre hablaba, garrapateaba
desesperadamente. Directamente de labios de la ciencia personificada. Era un raro
privilegio. El D.I.C. de la central de Londres tenía siempre un gran interés en acompañar
personalmente a los nuevos alumnos a visitar los diversos departamentos.
—Sólo para darles una idea general —les explicaba.
Porque, desde luego, alguna especie de idea general debían tener si habían de llevar
a cabo su tarea inteligentemente; pero no demasiado grande si habían de ser buenos y
felices miembros de la sociedad, a ser posible. Porque los detalles, como todos sabemos,
conducen a la virtud y la felicidad, en tanto que las generalidades son intelectualmente
males necesarios. No son los filósofos sino los que se dedican a la marquetería y los
coleccionistas de sellos los que constituyen la columna vertebral de la sociedad.
—Mañana —añadió, sonriéndoles con campechanía un tanto amenazadora—
empezarán ustedes a trabajar en serio. Y entonces no tendrán tiempo para generalidades.
Mientras tanto...
Mientras tanto, era un privilegio. Directamente de los labios de la cienciaAldous Huxley Un mundo feliz
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personificada al bloc de notas. Los muchachos garrapateaban como locos.
Alto y más bien delgado, muy erguido, el director se adentro por la sala. Tenía el
mentón largo y saliente, y dientes más bien prominentes, apenas cubiertos, cuando no
hablaba, por sus labios regordetes, de curvas floreadas. ¿Viejo? ¿Joven? ¿Treinta?
¿Cincuenta? ¿Cincuenta y cinco? Hubiese sido difícil decirlo. En todo caso la cuestión
no llegaba siquiera a plantearse; en aquel año de estabilidad, el 632 después de Ford,
a nadie se le hubiese ocurrido preguntarlo.
—Empezaré por el principio —dijo el director.
Y los más celosos estudiantes anotaron la intención de director en sus blocs de
notas: Empieza por el principio.
—Esto —siguió el director, con un movimiento de la mano— son las incubadoras. —Y
abriendo una puerta aislante les enseñó hileras y más hileras de tubos de ensayo
numerados—. La provisión semanal de óvulos —explicó—. Conservados a la
temperatura de la sangre; en tanto que los gametos masculinos —y al decir esto abrió
otra puerta— deben ser conservados a treinta y cinco grados de temperatura en lugar
de treinta y siete.
La temperatura de la sangre esteriliza.
Los moruecos envueltos en termógeno no engendran corderillos.
Sin dejar de apoyarse en las incubadoras, el director ofreció a los nuevos alumnos,
mientras los lápices corrían ilegiblemente por las páginas, una breve descripción del
moderno proceso de fecundación. Primero habló, naturalmente, de sus prolegómenos
quirúrgicos, la operación voluntariamente sufrida para el bien de la Sociedad, aparte el
hecho de que entraña una prima equivalente al salario de seis meses; prosiguió con
unas notas sobre la técnica de conservación de los ovarios extirpados de forma que se
conserven en vida y se desarrollen activamente; pasó a hacer algunas consideraciones
sobre la temperatura, salinidad y viscosidad óptimas; prendidos y maduros; y,
acompañando a sus alumnos a las mesas de trabajo, les enseñó en la práctica cómo se
retiraba aquel licor de los tubos de ensayo; cómo se vertía, gota a gota, sobre placas de
microscopio especialmente caldeadas; cómo los óvulos que contenía eran
inspeccionados en busca de posibles anormalidades, contados y trasladados a un
recipiente poroso; cómo (y para ello los llevó al sitio donde se realizaba la operación)
este recipiente era sumergido en un caldo caliente que contenía espermatozoos en
libertad, a una concentración mínima de cien mil por centímetro cúbico, como hizo
constar con insistencia; y cómo, al cabo de diez minutos, el recipiente era extraído del
caldo y su contenido volvía a ser examinado; cómo, si algunos de los óvulos seguían
sin fertilizar, era sumergido de nuevo, y, en caso necesario, una tercera vez; cómo los
óvulos fecundados volvían a las incubadoras, donde los Alfas y los Betas permanecían
hasta que eran definitivamente embotellados, en tanto que los Gammas, Deltas y
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Epsilones eran retirados al cabo de sólo treintienen muchas ventajas sobre nosotros. ¡Deberían ustedes ver cómo
reacciona un ovario de negra a la pituitarial Es algo asombroso, cuando uno está
acostumbrado a trabajar con material europeo. Sin embargo —agregó, riendo (aunque
en sus ojos brillaba el fulgor del combate y avanzaba la barbilla retadoramente)—, sin
embargo, nos proponemos batirles, si podemos. Actualmente estoy trabajando en un
maravilloso ovario Delta-menos. Sólo cuenta dieciocho meses de antigüedad. Ya ha
producido doce mil setecientos hijos, decantados o en embrión. Y sigue fuerte. Todavía
les ganaremos.
—¡Éste es el espíritu que me gusta! —exclamó el director; y dio unas palmadas en el
hombro de Mr. Foster—. Venga con nosotros y permita a estos muchachos gozar de los
beneficios de sus conocimientos de experto.
Mr. Foster sonrió modestamente.
—Con mucho gusto —dijo.
Y siguieron la visita. En la Sala de Envasado reinaba una animación armoniosa y una
actividad ordenada. Trozos de peritoneo de cerda, cortados ya a la medida adecuada,
subían disparados en pequeños ascensores, procedentes del Almacén de órganos de
los sótanos. Un zumbido, después un chasquido, y las puertas del ascensor se abrían
de golpe; el Forrador de Envases sólo tenía que alargar la mano, coger el trozo,
introducirlo en el frasco, alisarlo, y antes de que el envase debidamente forrado por el
interior se hallara fuera de su alcance, transportado por la cinta sin fin, un zumbido, un
chasquido, y otro trozo de peritoneo era disparado desde las profundidades, a punto
para ser deslizado en el interior de otro frasco, el siguiente de aquella lenta procesión
que la cinta transportaba.
Después de los Forradores había los Matriculadores. La procesión avanzaba; uno
a uno, los óvulos pasaban de sus tubos de ensayo a unos recipientes más grandes;
diestramente, el forro de peritoneo era cortado, la morula situada en su lugar, vertida la
solución salina... y ya el frasco había pasado y les llegaba la vez a los etiquetadores.
Herencia fecha de fertilización, grupo de Bokanowsky al que pertenecía, todos estos
detalles pasaban del tubo de ensayo al frasco. Sin anonimato ya, con sus nombres a
través de una abertura de la pared, hacia la Sala de Predestinación Social.
—Ochenta y ocho metros cúbicos de fichas —dijo Mr. Foster, satisfecho, al entrar.
—Que contienen toda la información de interés —agregó el director.
—Puestas al día todas las mañanas.
—Y coordinadas todas las tardes.
—En las cuales se basan los cálculos.
—Tantos individuos, de tal y tal calidad —dijo Mr. Foster.
—Distribuidos en tales y tales cantidades.Aldous Huxley Un mundo feliz
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en el contenido gelatinoso de un frasco que pasaba. Los estudiantes y sus guías
permanecieron observándola unos momentos.
—Muy bien, Lenina —dijo Mr. Foster cuando, al fin, la joven retiró la jeringa y se
incorporó.
La muchacha se volvió, sobresaltada. A pesar del lapsus y de los ojos de púrpura,
se advertía que era excepcionalmente hermosa.
Su sonrisa, roja también, voló hacia él, en una hilera de rojos dientes.
—Encantadora, encantadora —murmuró el director.
Y, dándole una o dos palmaditas, recibió en correspondencia una sonrisa deferente,
a él destinada.
—¿Qué les da? —preguntó Mr. Foster, procurando adoptar un tono estrictamente
profesional. —Lo de siempre: el tifus y la enfermedad del sueño.
—Los trabajadores del trópico empiezan a ser inoculados en el metro 150 —explicó Mr.
Foster a los estudiantes—. Los embriones todavía tienen agallas. Inmunizamos al pez
contra las enfermedades del hombre futuro. —Luego, volviéndose a Lenina, añadió—:
A las cinco menos diez, en el tejado, esta tarde, como de costumbre.
—Encantadora —dijo el director una vez más.
Y, con otra palmadita, se alejó en pos de los otros.
En el estante número 10, hileras de la próxima generación de obreros químicos eran
sometidos a un tratamiento para acostumbrarlos a tolerar el plomo, la sosa cáustica, el
asfalto, la clorina... El primero de una hornada de doscientos cincuenta mecánicos de
cohetes aéreos en embrión pasaba en aquel momento por el metro mil cien del estante
3. Un mecanismo especial mantenía sus envases en constante rotación.
—Para mejorar su sentido del equilibrio —explicó Mr. Foster—. Efectuar reparaciones
en el exterior de un cohete en el aire es una tarea complicada. Cuando están de pie,
reducimos la circulación hasta casi matarlos, y doblamos el flujo del sucedáneo de la
sangre cuando están cabeza abajo. Así aprenden a asociar esta posición con el
bienestar; de hecho, sólo son felices de verdad cuando están así. Y ahora —prosiguió
Mr. Foster—, me gustaría enseñarles algún condicionamiento interesante para
intelectuales Alfa-más. Tenemos un nutrido grupo de ellos en el estante número S. Es
el nivel de la Primera Galería —gritó a dos muchachos que habían empezado a bajar a la
planta—. Están por los alrededores del metro 900 —explicó—. No se puede efectuar
ningún condicionamiento intelectual eficaz hasta que el feto ha perdido la cola.
Pero el director había consultado su reloj.
—Las tres menos diez —dijo—. Me temo que no habrá tiempo para los embriones
intelectuales. Debemos subir a las Guarderías antes de que los niños despierten de la
siesta de la tarde.
Mr. Foster pareció decepcionado.
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—Al menos, una mirada a la Sala de Decantación —imploró.
—Bueno, está bien. —El director sonrió con indulgencia—. Pero sólo una ojeada
—El óptimo porcentaje de Decantación en cualquier momento dadoAldous Huxley Un mundo feliz
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mismo en la sesión del jueves, y otra vez el sábado. Ciento veinte veces, tres veces por
semana, durante treinta meses. Después de lo cual pueden pasar a una lección más
adelantada.
Rosas y descargas eléctricas, el caqui de los Deltas y una vaharada de asafétida,
indisolublemente relacionados entre sí antes de que el niño sepa hablar. Pero el
condicionamiento sin palabras es algo tosco y burdo; no puede hacer distinciones más
sutiles, no puede inculcar las formas de comportamiento más complejas. Para esto se
precisan las palabras, pero palabras sin razonamiento. En suma, la hipnopedia.
—La mayor fuerza socializadora y moralizadora de todos los tiempos.
Los estudiantes lo anotaron en sus pequeños blocs. Directamente de labios de la
ciencia personificada.
El director volvió a accionar el interruptor. ... terriblemente inteligentes —estaba
diciendo la voz suave, insinuante e incansable—. De verdad, me alegro muchísimo de
ser Beta, porque ... No precisamente como gotas de agua, a pesar de que el agua, es
verdad, puede agujerear el más duro granito; más bien como gotas de lacre fundido,
gotas que se adhieren, que se incrustan, que se incorporan a aquello encima de lo cual
caen, hasta que, finalmente, la roca se convierte en un solo bloque escarlata.
—Hasta que, al fin, la mente del niño se transforma en esas sugestiones, y la suma de
estas sugestiones es la mente del niño. Y no sólo la mente del niño, sino también la del
adulto, a lo largo de toda su vida. La mente que juzga, que desea, que decide... formada
por estas sugestiones. ¡Y estas sugestiones son nuestras sugestiones! —casi gritó el
director, exaltado—. ¡Sugestiones del Estado! —Descargó un puñetazo encima demesa—. De ahí se sigue que...
Un rumor lo indujo a volverse.
—¡Oh, Ford! —exclamó en otro tono—. He despertado a los niños


capitulo 2


Aldous Huxley Un mundo feliz

CAPÍTULO II

Aldous Huxley Un mundo feliz

Mr. Foster se quedó en la Sala de Decantación. El D.I.C. y sus alumnos entraron en
el ascensor más próximo, que los condujo a la quinta planta.
Guardería infantil. Sala de Condicionamiento Neo-Pavloviano, anunciaba el
rótulo de la entrada.
El director abrió una puerta. Entraron en una vasta estancia vacía, muy brillante y
soleada, porque toda la pared orientada hacia el Sur era un cristal de parte a parte.
Media docena de enfermeras, con pantalones y chaqueta de uniforme, de viscosilla
blanca, los cabellos asépticamente ocultos bajo cofias blancas, se hallaban atareadas
disponiendo jarrones con rosas en una larga hilera, en el suelo. Grandes jarrones llenos
de flores. Millares de pétalos, suaves y sedosos como las mejillas de innumerables
querubes, pero de querubes, bajo aquella luz brillante, no exclusivamente rosados y
arios, sino también luminosamente chinos y también mejicanos y hasta apopléticos a
fuerza de soplar en celestiales trompetas, o pálidos como la muerte, pálidos con la
blancura póstuma del mármol.
Cuando el D.I.C. entró, las enfermeras se cuadraron rígidamente.
—Coloquen los libros —ordenó el director.
En silencio, las enfermeras obedecieron la orden. Entre los jarrones de rosas, los
libros fueron debidamente dispuestos: una hilera de libros infantiles se abrieron
invitadoramente mostrando alguna imagen alegremente coloreada de animales, peces
o pájaros.
—Y ahora traigan a los niños.
Las enfermeras se apresuraron a salir de la sala y volvieron al cabo de uno o dos
minutos; cada una de ellas empujaba una especie de carrito de té muy alto, con cuatro
estantes de tela metálica, en cada uno de los cuales había un crío de ocho meses. Todos
eran exactamente iguales (un grupo Bokanowsky, evidentemente) y todos vestían de
color caqui, porque pertenecían a la casta Delta.
—Pónganlos en el suelo.
Los carritos fueron descargados.
—Y ahora sitúenlos de modo que puedan ver las flores v los libros.
Los chiquillos inmediatamente guardaron silencio, y empezaron a arrastrarse hacia
aquellas masas de colores vivos, aquellas formas alegres y brillantes que aparecían en
las páginas blancas. Cuando ya se acercaban, el sol palideció un momento,
eclipsándose tras una nube. Las rosas llamearon, como a impulsos de una pasión
interior; un nuevo y profundo significado pareció brotar de las brillantes páginas de los
libros. De las filas de críos que gateaban llegaron pequeños chillidos de excitación,
gorjeos y ronroneos de placer.

El director se frotó las manos.
—¡Estupendo! —exclamó—. Ni hecho a propósito.
Los más rápidos ya habían alcanzado su meta. Sus manecitas se tendían, inseguras,
palpaban, agarraban, deshojaban las rosas transfiguradas, arrugaban las páginas
iluminadas de los libros. El director esperó verles a todos alegremente atareados.
Entonces dijo:
—Fíjense bien.
La enfermera jefe, que estaba de pie junto a un cuadro de mandos, al otro extremo
de la sala, bajó una pequeña palanca. Se produjo una violenta explosión. Cada vez más
aguda, empezó a sonar una sirena. Timbres de alarma se dispararon, locamente.
Los chiquillos se sobresaltaron y rompieron en chillidos; sus rostros aparecían
convulsos de terror.
—Y ahora —gritó el director (porque el estruendo era ensordecedor)—, ahora
pasaremos a reforzar la lección con un pequeño shock eléctrico.
Volvió a hacer una señal con la mano, y la enfermera jefe pulsó otra palanca. Los
chillidos de los pequeños cambiaron súbitamente de tono. Había algo desesperado, algo
casi demencial, en los gritos agudos, espasmódicos, que brotaban de sus labios. Sus
cuerpecitos se retorcían y cobraban rigidez; sus miembros se agitaban bruscamente,
como obedeciendo a los tirones de alambres invisibles.
—Podemos electrificar toda esta zona del suelo —gritó el director, como explicación—.
Pero ya basta.
E hizo otra señal a la enfermera.
Las explosiones cesaron, los timbres enmudecieron, y el chillido de la sirena fue
bajando de tono hasta reducirse al silencio. Los cuerpecillos rígidos y retorcidos se
relajaron, y lo que había sido el sollozo y el aullido de unos niños desatinados volvió
a convertirse en el llanto normal del terror ordinario.
—Vuelvan a ofrecerles las flores y los libros.
Las enfermeras obedecieron; pero ante la proximidad de las rosas, a la sola vista de
las alegres y coloreadas imágenes de los gatitos, los gallos y las ovejas, los niños se
apartaron con horror, y el volumen de su llanto aumentó súbitamente.
—Observen —dijo el director, en tono triunfal—. Observen.
Los libros y ruidos fuertes, flores y descargas eléctricas; en la mente de aquellos
niños ambas cosas se hallaban ya fuertemente relacionadas entre sí; y al cabo de
doscientas repeticiones de la misma o parecida lección formarían ya una unión
indisoluble. Lo que el hombre ha unido, la Naturaleza no puede separarlo.
—Crecerán con lo que los psicólogos solían llamar un odio instintivo hacia los libros
y las flores. Reflejos condicionados definitivamente. Estarán a salvo de los libros y de
la botánica para toda su vida. —El director se volvió hacia las enfermeras—.
Aldous Huxley Un mundo feliz Aldous Huxley Un mundo feliz Llévenselos. Llorando todavía, los niños vestidos de caqui fueron cargados de nuevo en los carritos y retirados de la sala, dejando tras de sí un olor a leche agria y un agradable silencio. Uno de los estudiantes levantó la mano; aunque comprendía perfectamente que no podía permitirse que los miembros de una casta baja perdieran el tiempo de la comunidad en libros, y que siempre existía el riesgo de que leyeran algo que pudiera, por desdicha, destruir uno de sus reflejos condicionados, sin embargo.... bueno, no podía comprender lo de las flores. ¿Por qué tomarse la molestia de hacer psicológicamente imposible para los Deltas el amor a las flores? Pacientemente, el D.I.C. se explicó. Si se inducía a los niños a chillar a la vista de una rosa, ello obedecía a una alta política económica. No mucho tiempo atrás (aproximadamente un siglo), los Gammas, los Deltas y hasta los Epsilones habían sido condicionados de modo que les gustaran las flores; las flores en particular, y la naturaleza salvaje en general. El propósito, entonces, estribaba en inducirles a salir al campo en toda oportunidad, con el fin de que consumieran transporte. —¿Y no consumían transporte? —preguntó el estudiante. —Mucho —contestó el D.I.C—. Pero sólo transporte. Las prímulas y los paisajes, explicó, tienen un grave defecto: son gratuitos. El amor a la Naturaleza no da quehacer a las fábricas. Se decidió abolir el amor a la Naturaleza, al menos entre las castas más bajas; abolir el amor a la Naturaleza, pero no la tendencia a consumir transporte. Porque, desde luego, era esencial, que siguieran deseando ir al campo, aunque lo odiaran. El problema residía en hallar una razón económica más poderosa para consumir transporte que la mera afición a las prímulas y los paisajes. Y lo encontraron. —Condicionamos a las masas de modo que odien el campo —concluyó el director—. Pero simultáneamente las condicionamos para que adoren los deportes campestres. Al mismo tiempo, velamos para que todos los deportes al aire libre entrañen el uso de aparatos complicados. Así, además de transporte, consumen artículos manufacturados. De ahí estas descargas eléctricas. —Comprendo —dijo el estudiante. Y presa de admiración, guardó silencio. El silencio se prolongó; después, aclarándose la garganta, el director empezó: —Tiempo ha, cuando Nuestro Ford estaba todavía en la Tierra, hubo un chiquillo que se llamaba Reuben Rabinovich. Reuben era hijo de padres de habla polaca. Usted sabe lo que es el polaco, desde luego. —Una lengua muerta. —Como el francés y el alemán —agregó otro estudiante, exhibiendo oficiosamente sus conocimientos. —¿Y padre? —preguntó el D.I.C. Se produjo un silencio incómodo. Algunos muchachos se sonrojaron. Todavía no habían aprendido a identificar la significativa pero a menudo muy sutil distinción entre obscenidad y ciencia pura. Uno de ellos, al fin, logró reunir valor suficiente para levantar la mano. —Los seres humanos antes eran... —vaciló; la sangre se le subió a las mejillas—. Bueno, eran vivíparos. —Muy bien —dijo el director, en tono de aprobación. —Y cuando los niños eran decantados... —Cuando nacían —surgió la enmienda. —Bueno, pues entonces eran los padres... Quiero decir, no los niños, desde luego, sino los otros. El pobre muchacho estaba abochornado y confuso. —En suma —resumió el director—, Los padres eran el padre y la madre. —La obscenidad, que era auténtica ciencia, cayó como una bomba en el silencio de los muchachos, que desviaban las miradas—. Madre —repitió el director en voz alta, para hacerles entrar la ciencia; y, arrellanándose en su asiento, dijo gravemente—. Estos hechos son desagradables, lo sé. Pero la mayoría de los hechos históricos son desagradables. Luego volvió al pequeño Reuben, al pequeño Reuben, en cuya habitación, una noche, por descuido, su padre y su madre (¡lagarto, lagarto!) se dejaron la radio en marcha. (Porque deben ustedes recordar que en aquellos tiempos de burda reproducción vivípara, los niños eran criados siempre con sus padres y no en los Centros de Condicionamiento del Estado.) Mientras el chiquillo dormía, de pronto la radio empezó a dar un programa desde Londres y a la mañana siguiente, con gran asombro de sus lagarto y lagarto (los muchachos más atrevidos osaron sonreírse mutuamente), el pequeño Reuben se despertó repitiendo palabra por palabra una larga conferencia pronunciada por aquel curioso escritor antiguo (uno de los poquísimos cuyas obras se ha permitido que lleguen hasta nosotros), George Bernard Shaw, quien hablaba, de acuerdo con la probada tradición de entonces, de su propio genio. Para los... (guiño y risita) del pequeño Reuben, esta conferencia era, desde luego, perfectamente incomprensible, y, sospechando que su hijo se había vuelto loco de repente, enviaron a buscar a un médico. Afortunadamente, éste entendía el inglés, reconoció el discurso que Shaw había radiado la víspera, comprendió el significado de lo ocurrido y envió una comunicación a las publicaciones médicas acerca de ello. —El principio de la enseñanza durante el sueño, o hipnopedia, había sido descubierto. El D.I.C. hizo una pausa efectista.Aldous Huxley Un mundo feliz Aldous Huxley Un mundo feliz El principio había sido descubierto; pero habían de pasar años, muchos años, antes de que tal principio fuese aplicado con utilidad. —El caso del pequeño Reuben ocurrió sólo veintitrés años después de que Nuestro Ford lanzara al mercado su primer Modelo T. —Al decir estas palabras, el director hizo la señal de la T sobre su estómago, y todos los estudiantes le imitaron reverentemente. Furiosamente, los estudiantes garrapateaban: Hipnopedia, empleada por primera vez oficialmente en 214 d. F. ¿Por qué no antes? Dos razones. (a) ... —Estos primeros experimentos —les decía el D.I.C.— seguían una pista falsa. Los investigadores creían que la hipnopedia podía convertirse en un instrumento de educación intelectual. Un niño duerme sobre su costado derecho, con el brazo derecho estirado, la mano derecha colgando fuera de la cama. A través de un orificio enrejado, redondo, practicado en el lado de una caja, una voz habla suavemente: El Nilo es el río más largo de África y el segundo en longitud de todos los ríos del Globo. Aunque es poco menos largo que el Mississippi-Missouri, el Nilo es el más importante de todos los ríos del mundo en cuanto a la anchura de su cuenca, que se extiende a través de 35 grados de latitud ... A la mañana siguiente, alguien dice: —Tommy, ¿sabes cuál es el río más largo de África? El chiquillo niega con la cabeza. —Pero, ¿no recuerdas algo que empieza: El Nilo es el...? —El-Nilo-es-el-río-más-largo-de-África-y-el-segundo-en-longitud-de-todos-l os-ríos-del- Globo... —Las palabras brotan caudalosamente de sus labios—. Aunque-es-poco- menos-largo-que... —Bueno, entonces, ¿cuál es el río más largo de África? Los ojos aparecen vacíos de expresión. —No lo sé. —Pues el Nilo, Tommy. —¿ Cuál es el río más largo del mundo, Tommy? Tommy rompe a llorar. —No lo sé —solloza. Este llanto, según explicó el director, desanimó a los primeros investigadores. Los experimentos fueron abandonados. No se volvió a intentar enseñar a los niños, durante el sueño, la longitud del Nilo. Muy acertadamente. No se puede aprender una ciencia a menos que uno sepa de qué trata. —Por el contrario, debían haber empezado por la educación moral —dijo el director, abriendo la marcha hacia la puerta. Los estudiantes le siguieron, garrapateando desesperadamente mientras caminaban hasta llegar al ascensor—. La educación moral, que nunca, en ningún caso, debe ser racional. —Silencio, silencio —susurró un altavoz, cuando salieron del ascensor, en la decimocuarta planta, y Silencio, silencio repetían incansables los altavoces, situados a intervalos en todos los pasillos. Los estudiantes y hasta el propio director empezaron a caminar automáticamente sobre las puntas de los pies. Sí, ellos eran Alfas, desde luego; pero también los Alfas han sido condicionados. Silencio, silencio. El aire todo de la planta decimocuarta vibraba con aquel imperativo categórico. Unos cincuenta metros recorridos de puntillas los llevaron ante una puerta que el director abrió cautelosamente. Cruzando el umbral, penetraron en la penumbra de un dormitorio cerrado. Ochenta camastros se alineaban junto a la pared. Se oía una respiración regular y ligera, y un murmullo continuo, como de voces muy débiles que susurraran a lo lejos. En cuanto entraron, una enfermera se levantó y se cuadró ante el director. — ¿Cuál es la lección de esta tarde? —preguntó éste. — Durante los primeros cuarenta minutos tuvimos Sexo Elemental —contestó la enfermera—. Pero ahora hemos pasado a Conciencia de Clase Elemental. El director paseó lentamente a lo largo de la larga hilera de literas. Sonrosados y relajados por el sueño, ochenta niños y niñas yacían, respirando suavemente. Debajo de cada almohada se oía un susurro. El D.I.C. se detuvo, e inclinándose sobre una de las camitas, escuchó atentamente. —¿Conciencia de Clase Elemental? —dijo el director—. Vamos a hacerlo repetir por el altavoz. Al extremo de la sala un altavoz sobresalía de la pared. El director se acercó al mismo y pulsó un interruptor. ... todos visten de color verde —dijo una voz suave pero muy clara, empezando en mitad de una frase—, y los niños Delta visten todos de caqui. ¡Oh, no, yo no quiero jugar con niños Delta! Y los Epsilones todavía son peores. Son demasiado tontos para poder leer o escribir. Además, visten de negro, que es un color asqueroso. Me alegro mucho de ser un Beta. Se produjo una pausa; después la voz continuó: Los niños Alfa visten de color gris. Trabajan mucho más duramente que nosotros, porque son terriblemente inteligentes. De verdad, me alegro muchísimo de ser Beta, porque no trabajo tanto. Y, además, nosotros somos mucho mejores que los Gammas y los Deltas. Los Gammas son tontos. Todos visten de color verde, y los niños Delta visten todos de caqui. ¡Oh, no, yo no quiero jugar con niños Delta! Y los Epsilones todavía son peores. Son demasiado tontos para ... El director volvió a cerrar el interruptor. La voz enmudeció. Sólo su desvaído fantasma siguió susurrando desde debajo de las ochenta almohadas. —Todavía se lo repetirán cuarenta o cincuenta veces antes de que despierten, y lo Aldous Huxley Un mundo feliz Aldous Huxley Un mundo feliz El principio había sido descubierto; pero habían de pasar años, muchos años, antes de que tal principio fuese aplicado con utilidad. —El caso del pequeño Reuben ocurrió sólo veintitrés años después de que Nuestro Ford lanzara al mercado su primer Modelo T. —Al decir estas palabras, el director hizo la señal de la T sobre su estómago, y todos los estudiantes le imitaron reverentemente. Furiosamente, los estudiantes garrapateaban: Hipnopedia, empleada por primera vez oficialmente en 214 d. F. ¿Por qué no antes? Dos razones. (a) ... —Estos primeros experimentos —les decía el D.I.C.— seguían una pista falsa. Los investigadores creían que la hipnopedia podía convertirse en un instrumento de educación intelectual. Un niño duerme sobre su costado derecho, con el brazo derecho estirado, la mano derecha colgando fuera de la cama. A través de un orificio enrejado, redondo, practicado en el lado de una caja, una voz habla suavemente: El Nilo es el río más largo de África y el segundo en longitud de todos los ríos del Globo. Aunque es poco menos largo que el Mississippi-Missouri, el Nilo es el más importante de todos los ríos del mundo en cuanto a la anchura de su cuenca, que se extiende a través de 35 grados de latitud ... A la mañana siguiente, alguien dice: —Tommy, ¿sabes cuál es el río más largo de África? El chiquillo niega con la cabeza. —Pero, ¿no recuerdas algo que empieza: El Nilo es el...? —El-Nilo-es-el-río-más-largo-de-África-y-el-segundo-en-longitud-de-todos-l os-ríos-del- Globo... —Las palabras brotan caudalosamente de sus labios—. Aunque-es-poco- menos-largo-que... —Bueno, entonces, ¿cuál es el río más largo de África? Los ojos aparecen vacíos de expresión. —No lo sé. —Pues el Nilo, Tommy. —¿ Cuál es el río más largo del mundo, Tommy? Tommy rompe a llorar. —No lo sé —solloza. Este llanto, según explicó el director, desanimó a los primeros investigadores. Los experimentos fueron abandonados. No se volvió a intentar enseñar a los niños, durante el sueño, la longitud del Nilo. Muy acertadamente. No se puede aprender una ciencia a menos que uno sepa de qué trata. —Por el contrario, debían haber empezado por la educación moral —dijo el director, abriendo la marcha hacia la puerta. Los estudiantes le siguieron, garrapateando desesperadamente mientras caminaban hasta llegar al ascensor—. La educación moral, que nunca, en ningún caso, debe ser racional. —Silencio, silencio —susurró un altavoz, cuando salieron del ascensor, en la decimocuarta planta, y Silencio, silencio repetían incansables los altavoces, situados a intervalos en todos los pasillos. Los estudiantes y hasta el propio director empezaron a caminar automáticamente sobre las puntas de los pies. Sí, ellos eran Alfas, desde luego; pero también los Alfas han sido condicionados. Silencio, silencio. El aire todo de la planta decimocuarta vibraba con aquel imperativo categórico. Unos cincuenta metros recorridos de puntillas los llevaron ante una puerta que el director abrió cautelosamente. Cruzando el umbral, penetraron en la penumbra de un dormitorio cerrado. Ochenta camastros se alineaban junto a la pared. Se oía una respiración regular y ligera, y un murmullo continuo, como de voces muy débiles que susurraran a lo lejos. En cuanto entraron, una enfermera se levantó y se cuadró ante el director. — ¿Cuál es la lección de esta tarde? —preguntó éste. — Durante los primeros cuarenta minutos tuvimos Sexo Elemental —contestó la enfermera—. Pero ahora hemos pasado a Conciencia de Clase Elemental. El director paseó lentamente a lo largo de la larga hilera de literas. Sonrosados y relajados por el sueño, ochenta niños y niñas yacían, respirando suavemente. Debajo de cada almohada se oía un susurro. El D.I.C. se detuvo, e inclinándose sobre una de las camitas, escuchó atentamente. —¿Conciencia de Clase Elemental? —dijo el director—. Vamos a hacerlo repetir por el altavoz. Al extremo de la sala un altavoz sobresalía de la pared. El director se acercó al mismo y pulsó un interruptor. ... todos visten de color verde —dijo una voz suave pero muy clara, empezando en mitad de una frase—, y los niños Delta visten todos de caqui. ¡Oh, no, yo no quiero jugar con niños Delta! Y los Epsilones todavía son peores. Son demasiado tontos para poder leer o escribir. Además, visten de negro, que es un color asqueroso. Me alegro mucho de ser un Beta. Se produjo una pausa; después la voz continuó: Los niños Alfa visten de color gris. Trabajan mucho más duramente que nosotros, porque son terriblemente inteligentes. De verdad, me alegro muchísimo de ser Beta, porque no trabajo tanto. Y, además, nosotros somos mucho mejores que los Gammas y los Deltas. Los Gammas son tontos. Todos visten de color verde, y los niños Delta visten todos de caqui. ¡Oh, no, yo no quiero jugar con niños Delta! Y los Epsilones todavía son peores. Son demasiado tontos para ... El director volvió a cerrar el interruptor. La voz enmudeció. Sólo su desvaído fantasma siguió susurrando desde debajo de las ochenta almohadas. —Todavía se lo repetirán cuarenta o cincuenta veces antes de que despierten, y lo Aldous Huxley Un mundo feliz mismo en la sesión del jueves, y otra vez el sábado. Ciento veinte veces, tres veces por semana, durante treinta meses. Después de lo cual pueden pasar a una lección más adelantada. Rosas y descargas eléctricas, el caqui de los Deltas y una vaharada de asafétida, indisolublemente relacionados entre sí antes de que el niño sepa hablar. Pero el condicionamiento sin palabras es algo tosco y burdo; no puede hacer distinciones más sutiles, no puede inculcar las formas de comportamiento más complejas. Para esto se precisan las palabras, pero palabras sin razonamiento. En suma, la hipnopedia. —La mayor fuerza socializadora y moralizadora de todos los tiempos. Los estudiantes lo anotaron en sus pequeños blocs. Directamente de labios de la ciencia personificada. El director volvió a accionar el interruptor. ... terriblemente inteligentes —estaba diciendo la voz suave, insinuante e incansable—. De verdad, me alegro muchísimo de ser Beta, porque ... No precisamente como gotas de agua, a pesar de que el agua, es verdad, puede agujerear el más duro granito; más bien como gotas de lacre fundido, gotas que se adhieren, que se incrustan, que se incorporan a aquello encima de lo cual caen, hasta que, finalmente, la roca se convierte en un solo bloque escarlata. —Hasta que, al fin, la mente del niño se transforma en esas sugestiones, y la suma de estas sugestiones es la mente del niño. Y no sólo la mente del niño, sino también la del adulto, a lo largo de toda su vida. La mente que juzga, que desea, que decide... formada por estas sugestiones. ¡Y estas sugestiones son nuestras sugestiones! —casi gritó el director, exaltado—. ¡Sugestiones del Estado! —Descargó un puñetazo encima de una mesa—. De ahí se sigue que... Un rumor lo indujo a volverse. —¡Oh, Ford! —exclamó en otro tono—. He despertado a los niños.
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